Chopper

Les comparto un pequeño cuento que escribí:

Tenía trece años y un hermano que estaba acabando el último año de secundaria. Todo lo que hacía él me parecía interesante y divertido. No siempre me invitaba a jugar, o porque yo era niña o porque lo que él hacía era solo para jóvenes grandes. Mi mamá no me dejaba salir de casa hasta que no acabe las tareas. Espiaba por la ventana como mi hermano paseaba una y otra vez por nuestro patio. Me presumía de su BMX niquelada, de asiento y manubrios rojos.

La navidad pasada yo le pedí a Papá Noel una bicicleta. La quería igual a la de él, pero en tonos rosas. Si me trajo la bicicleta, pero fue una Chopper roja. Una de esas bicicletas que tiene la llanta de atrás más grande que la de adelante, una palanca de cambios en el medio del cuadro y un volante tan alto que parecía que montabas sentada en una silla. Algo escribí mal en la carta.

Ahora que ya tenía bicicleta, hacía mis tareas hasta en las horas de recreo del colegio para tener más tiempo de usarla por la tarde. El juego consistía en saltar los palos de escoba que colocábamos en el piso, simulando que eran rompevelocidades, y los basureros eran los redondeles que teníamos que respetar. Él lo hacía tan fácil en su BMX. Iba rapidísimo. Cuando yo pasaba los palos, se quedaban atrancados en la rueda trasera. No tenía la fuerza para levantar toda la bicicleta. Los basureros siempre los movía, porque la Chopper medía casi un metro y medio de largo. Esta era otra escusa para que mi hermano ya no quisiera jugar conmigo. A mi primera vuelta ya desarmaba toda la pista.

La supuesta diversión con mi Chopper no duró mucho. Algún amable comerciante le convenció a mi papá para que compre una moto. Al ya tener quince años y vivir en una ciudad pequeña, donde las amistades funcionan más que las leyes y normas públicas, podía salir a las calles y cambiar mi forma de entretenimiento. Por suerte, mi hermano ya tenía otros planes. Una novia, cervezas, fiestas. El ya pensaba cómo robarse el auto de mi mamá. Entonces la moto resultó ser solo mía y de las tres amigas que alcanzaban a subirse conmigo y pasear por Ambato.

Fue el fin de la Chopper. Al menos para mí. Mis papás ya se dieron cuenta que la cambié por la moto y la guardaron en la bodega de su oficina o la regalaron a la hija del jardinero. No sé qué mismo hicieron con ella. La sorpresa fue para todos, cuando ahora mi hermana pequeña pedía una bicicleta por su octavo cumpleaños. Habían pasado ya más de siete años desde que la dejé, pero al parecer la seguíamos teniendo entre la familia. La Chopper volvió a aparecer pero, esta vez, sí era rosa. Tenía el asiento y los manubrios azules. La palanca había desaparecido. Un gran mecánico, tapicero y pintor había querido esconder esa gran Chopper siguiendo las mismas normas que utilizaba la BMX de mi hermano: asiento y manubrios de un mismo color. Ahora era una imitación mala de lo que tenía mi hermano, lo que soñaba yo y lo que desprecié por una moto.

Le encantó. Al final era una bicicleta. Ella era tan pequeña cuando yo pedaleaba por el patio, que ni siquiera pudo darse cuenta que era la misma Chopper que yo tenía pero remendada. Disfrutaba de manera diferente. Jugaba sola. Se imaginaba que el jardín era la gasolinera y que en cada esquina había semáforos. Supongo que paraba en los de color rojo y volvía a pedalear en los de color verde. Era triste verla por la ventana jugar sola, pero tampoco tanto como para yo bajar y jugar con ella. Con mi moto no lo podía hacer. Además mis amigas me estaban esperando para ir a dar vueltas en la ciudad.

Los fines de semana venían mis primos pequeños a jugar en casa. Eran de su misma edad. Todos se metían en el mismo cuento. Ella les explicaba dónde quedaba la gasolinera, los semáforos y aumentaron lugares para restaurantes. El juego duraba poco. Las niñas preferían ir a jugar a las muñecas y los hombres cambiaban la temática del juego y hacer carreras. La única muñeca que ella tenía había sido de mi mamá cuando era pequeña. Tenía una Barbie, vestida de patinadora, que también había sido mía y se la heredé. Así que no tenía muchas motivaciones para irse a jugar con ellas. Pues prefería quedarse con los hombres, a pesar de que la pesada de su bicicleta no le ayudaba mucho a llegar en primer puesto.

A veces le molestaban por machona. Se llevaba mejor con sus primos hombres y hacía que la integren a sus juegos con autos pequeños, G.I. Joe, pistolas. Era la única, con vestido y medias de encaje, jugando a las guerras entre hombres. Era chistoso, pero me daba pena a la vez.

Se le veía feliz siempre. Era callada. Pero entre juego y juego soltaba risas gigantes. Se alegró aún más cuando mi Chopper le quedó pequeña y le dieron la BMX que había sido de mi hermano. La entregaron sin retoques esta vez. Ahora si estaba al mismo nivel que sus primos. Del patio de mi casa, pasaron a la pista de bicicross del parque del barrio. Ahora mi tío era el que la apoyaba y le daba ánimo para ganar a todos los hombres. A veces lo lograba, otras no. Poco a poco mi mamá ya se fue dando cuenta de qué clase de juegos eran los que más disfrutaba mi hermana, por lo que decidió vestirle diferente, pero todavía con toques femeninos. Pasó del vestido rosa, a los pantalones lilas. Aunque a mi hermana le daba lo mismo.

Con el tiempo hasta mi hermano, que pocas atenciones había tenido con ella, decidió comprarle una bicicleta de montaña, con cambios y frenos de disco. Era la primera vez que mi hermana había tenido algo nuevo. Esta bicicleta llegó a sus manos cuando ella estaba en la universidad. Principalmente le sirvió para poder competir en carreras de aventura. Estaba en una edad en la que tenía que escoger entre estudios, fiestas, novios y deporte. Dejó la bicicleta a un lado, pese a que quedaron terceros en una de esas carreras en las que mezclan trekking y bicicleta de montaña. Me da pena ver la bicicleta nueva guardada en la bodega, pero está tan entusiasmada.

Cecilia Holguín

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