Pescado siciliano

Sicilia. Este era el destino que habíamos escogido para las vacaciones de agosto de 2003 después de semanas de debate familiar. Ahora, a mis 23 años, se repite en mi mente un mosaico de imágenes de aquel verano. No me deja en paz. No para. Maldigo el día en que me subí a ese avión. Maldigo el día en que tomé esa foto.

Aterramos en el aeropuerto de Catania a las 11 del mediodía cargados de energía y con una lista preparada para aprovechar al máximo el primer dia en la isla. Llegamos al hotel acalorados y nos cambiamos de ropa. Nos pusimos un outfit al puro estilo turista. Con la gorra, el avanico y agua fría en mano, recorrimos las calles principales hasta llegar a Piazza Duomo, dónde se encuentra el Liotru, un elefante esculpido en lava que representa el símbolo de la ciudad. Él fue el protagonista de mi primera foto, tomada con mi primera cámara digital en mi primer viaje fuera de Cataluña. Paramos a comer. Era la hora de la auténtica pizza prosciuto.

Sobre las 5 de la tarde, mi madre, fanática de los mercados callejeros, se empeñó en buscar uno sobre el que tenía muy buenas referencias: …..   Los cataneses exploraban al detalle las frutas, verduras y pescados que se encontraban expuestos. Lo hacían con una mirada desafiante, como si los alimentos estuvieran a punto cobrar vida y atacar por sorpresa. Una vez los ciudadanos habían localizado el producto que se iban a llevar, empezaba el regateo. Eran pocos los que se conformaban con el precio inicial y muchos, los combatentes acalorados que acababan, sonrientes y victoriosos, con su bolsa de pescado en la mano. Fue precisamente en la parada de pescado donde avisté una fila de cabezas  enormes. Sus grandes ojos ensangrentados y los dientes afilados como si de tiburones se tratara, llamaron mi atención. Nunca había visto nada igual y tenía que inmortalizar aquella imagen para enseñarsela a mi prima, la persona que más odia el pescado en todo el planeta. Con una sonrisa malévola, pensando ya en la broma que le gastaría, me acerqué para tomar la instantánea. Busqué varios enfoques y tomé al menos 15 fotos.  Cuando tuve el material necesario, me uní de nuevo a mi família, muy orgullosa de mi trabajo. Todo parecía ir rodado. Estabamos encantados con esa ciudad y la verdad es que los cinco días restantes se presentaban con grandes espectativas, empezando por el Etna, volcán cuyo nombre había oído en repetidas ocasiones desde bien pequeña.

El reloj marcaba medianoche. El calor y el cansancio me mantenían despierta. Cuando más intentaba vaciar mi mente de pensamientos y ponerla en tabula rasa, menos lo conseguía. Resignada, acepté que iba a dormir poco y logré tranquilizarme. Cojí la cámara de fotos y empezé a poner zoom a los pescados para verlos al detalle. – ¡Mira que son feos! – me decía a mi misma. De golpe, algo llamó mi atención. De la boca de uno salía algo blanco. Parecía una bolsa de plástico con polvos dentro. Algo muy extraño que no parecía guardar ninguna relación razonable con aquel monstruo marino. Tampoco le di demasiada importancia. Me entró el sueño, dejé la cámara y me dormí.

Cuando abrí los ojos aún no había sonado el despertador. Unos rayos de luz se insinuaban por la ventanilla. Un poco desubicada, me levanté para ir al baño y me di cuenta de que era temprano. Aún faltaban 15 minutos para las siete de la mañana pero mi barriga sonaba con fuerza. Exigía comida. Acto seguido, recordé que en el hall del hotel, había una maquina expendedora de caramelos, galletas y refrescos. Me puse algo decente y bajé. No había nadie en recepción, sólo un coche negro estacionado delante del hotel. Parecía vacío.  Me dirijí a la maquina y oí algo detrás de mi. Cuando quise girarme ya era tarde.

Me desperté en una habitación sin luz y, al moverme, todo mi cuerpo crujió y dejé escapar una mueca de dolor. No sabía qué había pasado ni porqué estaba allí. Minutos más tarde, alguién se acercó a mi, se arrodilló y empezó a hablarme en italiano. Hablaba rápido. Estaba tan nerviosa que sólo logré intuir tres palabras: Cappo, droga, cámara. Al no responder, noté una patada en mi boca y el sabor metálico de la sangre. La razón por la que ahora estoy explicando esta história es porque al ver que no respondía, enviaron a una chica que medio hablaba español. Después de insultarme, me advirtió que me habían visto tomando fotos peligrosas. Al parecer, aquella parada de pescado era un foco de contrabando de drogas de una de las ramas de la mafia siciliana. Seguidamente, la mujer, empezó a explicarme, con voz engañosamente dulce, que lo que hacían normalmente era matar a todos aquellos que se interpusieran a su negocio. Con un hilo de voz tembloroso, logré articular una frase –  díganme lo que tengo que hacer, pero dejenme ir. No voy a decir nada– .

Me llevaron al hotel que debían ser las diez de la mañana. Sólo habían pasado tres horas. Las más largas de mi corta vida. Subí a mi habitación corriendo, cojí la cámara y se la entregué a la mujer. Desaparecieron al instante.

Me encontré con mis padres para desayunar explicando que me había caído en la habitación y que tenía el labio partido. Horas después, fingí haber olvidado la cámara en el bar. Nadie sospechó nada. Todo quedó en un susto de muerte que me hizo abandonar para siempre la curiosidad por la fotografia.

Clàudia Pardo

P.D: este texto fue realizado para la clase de escritura literaria que impartió Fernando Clemot en el Master de Periodismo de Viajes

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